Las zapatillas rojas

La nueva versión escrita por Hannele Hakala

Había una vez una niña que se llamaba Karina. Vivía en una aldea con su madre que era pintora. Aunque no tenían mucho dinero eran felices. Solían cantar cuando hacían tareas domésticas o recogían arándanos o setas en el bosque. A veces incluso se hablaban cantando.
      Un día la madre se puso muy enferma y el médico le dijo que iba a morir pronto. La madre se puso triste y quiso regalarle a su hija algo que la ayudara cuando ella ya no estuviera. Le dio unas zapatillas rojas. Karina se sorprendió mucho porque las zapatillas eran muy hermosas y parecían caras. No conocía a nadie que tuviera zapatos rojos. Otros niños llevaban zapatillas negras o marrones. La madre le explicó a Karina que las zapatillas rojas estaban bajo un embrujo, ella misma las había hechizado. Karina debería solamente escuchar sus zapatillas mágicas y le mostrarían la senda correcta que seguir en búsqueda de la felicidad.
      Poco después la madre se murió y Karina se quedó huérfana. Estaba muy triste y también pobre porque su única herencia eran las zapatillas rojas y unas pinturas que había hecho su madre. Algunos aldeanos le sugirieron a Karina que vendiera los cuadros para ganar un poco de dinero, pero Karina no quiso desprenderse de las pinturas queridas.
      En el funeral, la gente estaba horrorizada por los zapatos rojos de Karina. Esto nunca había sucedido antes. Sin embargo, una pariente lejana —una señora anciana— que tenía problemas con los ojos y no veía las zapatillas, sentía pena por Karina y le preguntó si le gustaría vivir en su casa grande. Había muchas paredes para colgar las pinturas. Karina escuchó el consejo de sus zapatillas y se mudó a casa de la señora. Aunque extrañaba mucho a su madre, la vida con la señora amable era bastante feliz. Iba a la escuela y jugaba con otros niños, aunque estos muchas veces burlaban de ella por las zapatillas. Especialmente le gustaba tocar el piano viejo que estaba en la sala grande. Parecía que las zapatillas siempre la llevaban hacia el piano. La anciana sabía tocar el piano y enseñaba a Karina. Pronto Karina ya tocaba mejor que su maestra.

Un día Karina estaba caminando desde la escuela hacia la casa cuando sus zapatillas imprescindiblemente quisieron ir a una callejuela donde Karina nunca antes había ido. Dejó que las zapatillas la llevaran al frente de una pequeña tienda. En el escaparate muy angosto había instrumentos de música. Había flautas, violines, tambores y instrumentos que Karina no conocía. Pero un instrumento le llamó la atención a Karina. Era una guitarra blanca y dorada con detalles maravillosos. Nunca había visto una guitarra tan bonita. Entró en la tienda y un hombre con coleta y tatuajes detrás del mostrador le preguntó:
     —¿Estás perdida, niñita?
     —Mis zapatillas me han llevado aquí y ahora quieren que toque esa guitarra.
     —Tus zapatillas, jejeje, por primera vez oigo esta explicación —rió el hombre—. ¿No piensas que la guitarra sea un poco demasiado grande para ti?
Aún riendo el hombre tomó la guitarra del escaparate y se la dio a Karina.
     —Es una guitarra eléctrica y necesita electricidad, pero puedes probarla, ya que no queremos que tus zapatillas se enfaden.
     La guitarra era muy pesada, Karina casi no podía llevarla en los brazos. Pero al tocar las cuerdas Karina se sintió como si hubiera llegado a casa. Un sentido lindo y raro al mismo tiempo. Punteó las cuerdas, y los dedos pequeños buscaron las melodías conocidas y encontraron unas entonaciones.
     —¿Has tocado la guitarra alguna vez, niñita? —preguntó el hombre sorprendido.
     —No, nunca. Pero tocarla me parece familiar. ¿Puedo probarla con la electricidad?
     El hombre conectó la guitarra con un cable a una caja extraña, dijo que era el amplificador, y cuando Karina punteó las cuerdas otra vez, toda la tienda llenó de música. Quiero vivir dentro de esta música, pensó Karina.
     —¿Puedes mantener esta guitarra para mí? Voy a volver mañana con el dinero —le dijo al hombre.
     —Claro. Te esperaré.

Pero al día siguiente Karina volvió sin dinero. Sus ojos estaban llenos de lagrimas.
     —No puedo comprar la guitarra. Tía dijo que las chicas no tocan la guitarra eléctrica.
     —Vaya —dijo el hombre casi enfadado—. Tu tía se equivoca. Conozco a muchas chicas que son guitarristas. Y incluso buenísimas.
El hombre se rascó la barba de rastrojo pensando.
     —¿Quieres hacer un trato conmigo? Si vienes aquí cada día, excepto los domingos, y me ayudas un poco quitando el polvo de los instrumentos, te enseño a tocar. Y después de tres años la guitarra es tuya. Pero te advierto, aprender a tocar es un trabajo duro. ¿Estás lista para esto?
Tres años parecían un tiempo larguísimo, pero Karina quiso aprender y asintió.

Así pasaron unos meses. Todos los días excepto los domingos después de las clases Karina iba a la tienda de música, quitaba el polvo y arreglaba un poco la tienda y el hombre que se llamaba Javier le enseñaba a tocar la guitarra. También escuchaban música y Javier le contaba a Karina sobre diferentes tipos de música. A veces unos clientes tocaban instrumentos juntos con Javier. Al principio a Karina le dolían las yemas de los dedos porque las cuerdas eran de metal y muy duras. Pero la niña nunca se quejaba.

Un día Javier le dijo a Karina que dejara de quitar el polvo y se sentara en el sofá en el rincón de la tienda.
     —Ahora solamente escuchamos y miramos —dijo.
Pronto la pantalla del portátil se despertó y unos acordes de guitarra eléctrica llenaron la pequeña tienda. Un cliente que acababa de entrar se paró en seco. Karina nunca había oído la música así y se quedó boquiabierta cuando vio una mujer vestida de pantalones y chaqueta de cuero cantando y tocando la guitarra eléctrica. Tenía los labios tan rojos como las zapatillas de Karina. Cuando la canción terminó, Javier le preguntó a la niña:
     —¿Algún día quieres tocar la guitarra como ella?
Karina miró el cuadro congelado en que la mujer estaba sonriendo con una guitarra blanca en los brazos y tenía el nombre muy extraño.
     —Algún día voy a tocar y cantar con ella —dijo con ojos serios.

Los tres años pasaban lentamente. Karina crecía y sus zapatillas mágicas también. Siempre las llevaba. Poco a poco la guitarra ya no era tan pesada, sino que parecía más como hecha a Karina. Cuando llegó el momento que Javier tuvo que entregarle la guitarra a Karina, propuso que Karina diera un concierto para que su tía y sus amigos pudieran escuchar la música suya.

Como la señora ya era vieja y no podía salir de casa, Karina decidió dar el concierto en la sala grande donde había aprendido a tocar el piano y en cuyas paredes estaban las pinturas de su madre.
     —¿Cuál es tu nombre artístico? —le preguntó Javier a Karina.
Ella no tardó mucho en pensar:
     —Karina Roja. Soy Karina Roja.
     Había unos amigos, profesores y la tía en la sala. Y claro, Javier también. Karina tocó las canciones que le gustaban más y llenó la sala de sus acordes maravillosos. Por último, tocó una canción que había compuesto con Javier. Karina hizo su guitarra reír, llorar, soñar y proclamar. La canción se llamaba Las zapatillas rojas. La tía tenía lágrimas en los ojos y susurró: Me equivoqué. Lo siento mucho, cariño.
     Esa tarde la guitarrista Karina Roja dio su primer concierto y llevó sus zapatillas rojas por última vez. Al día siguiente las zapatillas ya no le cupieron. Karina se puso un poco triste pero la verdad era que ya no necesitaba las zapatillas. Karina sabía de sobra qué senda debería seguir.

Epílogo:
Siete años después Karina Roja tocó la guitarra y cantó juntas con Erja Lyytinen, una de los mejores guitarristas de blues del mundo (incluyendo los hombres 😉 ).

Las fotos: Pixabay, Internet y H.H.

Este cuentito mío se basa en el cuento de H.C. Andersen. Las moralejas antiguas de Andersen me parecen horribles. Por eso, probablemente elegí este cuento para reescribirlo. Es un ejercicio para el curso de escribir en español (en Vantaan aikuisopisto). La historia es enteramente mi imaginación. 😉