Una novela corta, de estilo chejoviano, o sea no pasa mucho en este cuento. 😉 Espero que vosotros —queridos lectores— podáis disfrutar del texto y no haya muchos errores ni expresiones extrañas. Todo el cuento ha nacido de mi imaginación, no tiene nada que ver con mi vida. 😀
Las noches de terciopelo las quieres recordar. El insomnio era tu partner en aquellos días de soledad. Estaba en tu cama, al lado, cuando con ojos secos estabas esperando el sueño y el olvido, en vano.
Las noches como hoy, te levantas de la cama, no enciendes la luz. Abres las puertas de cristal y traspasas el umbral a la veranda. La noche de terciopelo te abraza, y el viento trae el olor consolar de la sal y del mar. El aire tan suave y oscuro, no sabes dónde termina tu piel y dónde empieza el mundo. Tu monstruo se ha replegado al rincón más apartado, no te abandona, pero en este momento de la noche te deja en paz.
Desciendes siete peldaños, descalza, oyes las olas lentas del mar y sientes la arena abrazando los pies. Todavía en los granos de arena se queda un roce del calor que el día escondía en ellos. La playa es tuya. Los jóvenes que aquí bailan por las noches del fin de semana están ausentes ahora. Solo tú y las estrellas y las olas sin parar.
El viento baila en turno de ti, un novio a que no necesitas avergonzarte ni ocultar. Te acaricia el pelo y la piel con manos de seda, y te susurra a los oídos palabras dulces y veraces. Caminas por la playa hasta el agua, y el mar te lame los dedos de pie, cansados de correr y huir. Su lengua áspera y fresca, llena de paciencia. Caminas por la lengua del mar. La playa desnuda hasta donde la vista alcanza.
Tienes todo el tiempo, todo el espacio, en este momento antes de amanecer. ¡Ojalá pudieras quedarte aquí! Dormir a la intemperie, a cielo descubierto debajo de las estrellas, conectada al universo, piensas en vano. Pero deberías estar sola en el mundo para poder dormir sin miedos, relajada como una niña, sin el pasado.
Tu mente empieza a volver antes de los pies que vacilan, pero acaban por ceder. Le das la espalda al sol cuyas puntas de dedo se ven en la cima de una montaña lejana. Pasito a pasito tu cuerpo pesa más, y los siete peldaños son altos, te cuesta subirlos. Te encierras en tu mundo de cristal, las puertas cerradas con llave. Estás bajo llave, pero no a salvo.
Te metes en la cama, tratas de esconderte de la luz que ya araña el cristal de la ventana con uñas crueles. Sabes que ni siquiera envuelta en la sabana estás a salvo.
Después de un rato te caes entre el sueño y la vela. No estás despierta ni dormida. Es un lugar duro, lleno de ángulos contundentes. Puedes sentir tu cuerpo, la tirantez de los músculos, la sangre tan fría que te duelen las venas. Y el agotamiento es el dolor omnipresente, ¿eres tú esta fatiga y nada más, nunca?
Te caes en el sueño más profundo, en el pozo de olvido, y luego, otra vez estás despierta. Cinco horas parecen cinco minutos, no un segundo más. Pero durante un segundo no recuerdas.
A duras penas te levantas y abandonas el lecho, el refugio fingido. El cansancio es más suave que lo por la noche, casi dulce. El agua fría de la ducha te despierta a la claridad del día largo y te llena con inquietud, como si por debajo de la piel se arrastrasen miles de hormigas. Al pensar en la infinita fila de las horas te encoges un poco y envuelta en una toalla violeta —el color de los moretones de tu alma— caminas a la cocina. No deberías hacerlo, pero cuando la cafetera te está preparando esa nectarina negra, abres el móvil. Has recibido un montón de mensajes y llamadas. Ya te alcanzan las uñas afiladas de los buitres y los dientes despiadados de los chacales. Te quieren arañar, picotear y morder, hacer pedazos tu alma de cristal. Pones a dormir el móvil otra vez, la luna virtual protege tu paz.
Vas al baño para peinar. La imagen en el espejo, difícil reconocer, ¿quién es esta mujer de piel de color dorado oscuro, de pelo a mechones aclarado por el sol? No parece peligrosa ni mala, pero la han marcado con signos de persona non grata. Quisieras gritar: ¡no soy ladrona! Solo he amado. Solamente quisiera amar y ser amada. Pero nadie te oye, nadie te ve, solo quieren ver las estigmas invisibles.
Nadie te conoce.
Te vistes con el vestido blanco de arándanos rojos. Demasiado tarde recuerdas, lo llevaste por primera vez cuando os vestís. Rápidamente barres el recuerdo abajo de la alfombra en el último cuarto del alma. Las sandalias tienen correas rojas y delgadas, como heridas ensangrentadas en los empeines. Sienten un poco incómodas.
En la cocina te sirves café en una taza grande y con un poco de leche. Colocas fresas y piezas de sandía en un plato, y la taza en una mano y el plato en otra sales a la terraza. Es pleno día. En la playa la gente disfruta del calor y del verano. Las voces agudas de los niños vuelan en el aire como golondrinas.
Estás sentada abajo de una sombrilla colorida, llevando gafas de sol. Nadie te puede reconocer, está lejos el mundo. Piensas: nadie te puede tocar hasta que tengas que volver y dejar este refugio. Estás bebiendo el café y solamente mirando por encima de la playa. Haces visera con las manos para ver mejor un velero solitario y lejano. Sus velas blancas e inocentes las tocas con la yema del índice. No te importa este velero, eres una nadería, quizá nadie, lo que te hace feliz y tu corazón ligero. Aquí estás solamente sentada, mirando y dejas la suave brisa marina acariciarte las mejillas y la nuca con los labios sensibles.
Después de un rato sientes algo mojado en las mejillas. Un arroyo salado corre a la boca entreabierta, luego otro. Una llovizna de lágrimas te lava los recuerdos, no todos, porque no lo quieres olvidar todo. Algunos imágenes y palabras las quieres guardar en el fondo del alma. Aunque te duelen, pero no tanto en la memoria más profunda. Esa mirada suya la quieres recordar. Llores sin esfuerzo, y entretanto el velero de velas blancas se desliza por el mar azul cyan y desaparece del alcance de la vista.
Enjugas las lágrimas, te pones en pie y vas adentro. La puerta de cristal la dejas abierta de par en par para invitar el viento. Las cortinas finas y largas ondean lentamente.
De repente suena el timbre. Un sonido imperioso va a través de ti como un electrochoque. Tienes frío y calor al mismo tiempo, y los pelos se ponen de punta en la nuca. Durante un momento el cuerpo está en alerta, luego te acuerdas de que tu amiga había pedido comida para ti, y el recadero ha traído las compras. No necesitas hacer nada. Le ha dicho tu amiga al recadero que dejara las bolsas a la puerta, porque ”puede ser que estemos en la playa”. Estás a salvo en la casa de playa de tu amigaza, que no te juzga, aunque quizá no te entienda. ¿Por qué te has puesto en este lío? Amar es una cosa, pero el amorío con un hombre de estatus así y encima casado es pura estupidez, ya lo sabes tú misma.
Después de unos minutos, cuando hayas asegurado que el recadero se ha ido, abres la puerta y coges las bolsas. Tu amiga te conoce muy bien, ha comprado la comida que te gusta: manzanas, fresas, cerezas, pan integral, queso manchego, yogur natural, nueces, agua de manantial, y vino rosado. No tienes hambre, llevas siete días sin sentir hambre. Siete días y noches sin verle, sin saber nada de él. Todo rompió tan rápidamente, y no pudisteis despediros. El mundo entero está entre vosotros. Sin tu amiga estarías en casa encarcelada por los paparazzi. Pero ahora puedes sentirte casi libre, lejos de la ciudad demasiado calurosa, lejos de tu vida.
En realidad, deberías trabajar. Estás de vacaciones, pero le prometiste a tu jefa que haces esta faena aunque no tiene fecha límite. El papel vacío te está mirando en la pantalla del portátil. Intacto como la nieve blanca por la que nadie ha andado. La nieve sin rastros es tu papel electrónico. No querrías afear esta pura blancura, tan limpia, con tus palabras negras. Entonces te encoges de hombros, como si quisieras sacudirte las basuras —o quizá las emociones— coges el toro por los cuernos, abres tus apuntes y empiezas a teclear caminos rectos y puntuales. Te sientes feliz, que algo en tu vida caótica sea tan claro y firme.
Trabajas tres horas y media sin pausa. Solamente bebiendo un trago de café frío de vez en cuando. Luego colocas la tarea lista en la nube y le mandas un correo electrónico a la jefa para informarle. Has merecido algo bueno, piensas, y preparas la merienda de yogur y fresas. La comes con una copa de rosado, y te sientes más fuerte, de hecho tan fuerte que te atreves a chequear tu correo secreto. No es vacío el inbox. La mano temblando abres el correo.
“No te olvidaré, cariño. Tenemos que esperar, pero no se ha acabado nuestro cuento. Te amo.”
Una lágrima caliente se te escapa del ojo. Lo sabes a ciencia cierta que vuestro cuento se ha terminado, no hay regreso en la vida.
Te sientes un poco cansada y te metes en la cama. Quieres descansar y quizá dormir un rato para poder estar despierta más tarde cuando la noche de terciopelo te abrace.
Escrito por Hannele Hakala