El parque de los sobrevivientes

      Un día le ocurrió algo raro a Ana Moreno. Como casi cada mañana de entre semana estaba haciendo su caminata matutina al trabajo. Al caminar solía escuchar podcasts, pero esa mañana se le habían olvidado los auriculares de botón en casa. Estaba caminando por su itinerario habitual, cruzando un parque donde crecía una encina muy grande y vieja. Se decía que este árbol era tan viejo que había sobrevivido por lo menos a dos guerras, quizá más. Era como una mujer exuberante llevando una falda verde con un dobladillo ancho de varias capas, una mujer con poder. Al lado del árbol había una estatua, un solitario caballero con una armadura apoyado en la espada. Un soldado medieval, Ana lo había pensado, pero la verdad era que este hombre no le había llamado la atención, era solamente una estatua entre decenas similares que estaban vigilando a los ciudadanos por todas las partes de la ciudad.
      Esa mañana Ana estaba escuchando solamente sus propios pensamientos bastante oscuros como a menudo últimamente, el susurro y el crujido de los árboles, los coches acelerando en las calles cercanas y otros ruidos que producía una ciudad al despertar a un nuevo día. Al pasar frente a la estatua Ana vio de reojo que la estatua movió el pie izquierdo y luego el pie derecho como si hubiera querido tomar una posición mejor y más relajada. Asustada, Ana se paró en seco y miró la estatua. El caballero se encogió de hombros levemente. Casi se podía oír cómo el metal de su armadura tintineaba suavemente. Ana observó la estatua y con cautela tocó la base y el pie derecho del hombre. De piedra, como ya había sabido. No era una estatua viviente, sino verdadera. Seguro que se había equivocado. El baile de las sombras producido por las ramitas y hojas del árbol había causado la ilusión del movimiento. Siguió caminando.
      —Pase lo que pase, sobrevivirás.
      ¿Quién ha hablado? Ana se paró otra vez, miró en torno, hacia atrás y hacia adelante, pero estaba sola, no había nadie en el parque, excepto ella. La voz ha sido muy clara, masculina, firme y amable. ¿Ha empezado a oír cosas irreales? ¿Estaba alucinando? No, no, no quería esto, la vida ya era suficientemente pesada. Se dio prisa. No quería oír tonterías ni tampoco llegar tarde al trabajo y darle razones a su jefe para que se enfureciera.

      Al día siguiente estaba caminando por el parque. Lloviznaba y todo parecía gris: el cielo, el aire, incluso los árboles perennifolios. Tenía un paraguas abierto y trataba de evitar los charcos en los pasillos del parque.
      —Es normal que te pongas triste. Las lágrimas son como la lluvia, te lavan la cara de todo lo sucio.
      ¡Qué susto! Se le cayó el paraguas. La encina agitó sus ramitas y hojas. Asustada, Ana miró hacia arriba y podía sentir cómo la lluvia suave le acariciaba la cara. La estatua estaba de pie sobre la base como siempre, pero ahora la celada del yelmo estaba subida. Ana podía ver los ojos de piedra mirándola. Sin previo aviso el caballero le guiñó el ojo. El corazón de Ana se saltó un latido y empezó a palpitar como loco. Cogió el paraguas y corrió todo el trecho al trabajo sin mirar atrás.
      No podía olvidar lo que había sucedido. Todo el día oía la frase repitiéndole: ”Es normal que te pongas triste”. Trataba de concentrarse en las tareas del trabajo sin conseguirlo. Cometía errores y los corregía. El jefe daba vueltas en círculos cerca del puesto de trabajo de Ana como un buitre alrededor de un cadáver, poniendo mala cara siempre que la miraba.
      Después del trabajo Ana estaba tan agotada que no cogió el móvil, cuando su amiga la llamó. No tenía fuerzas para hacerlo. Por la noche tuvo pesadillas, en las que la perseguían un montón de estatuas, cada una tenía la cara del jefe y la espada subida para golpearla. Pero logró escapar y se despertó llorando y aliviada, quedaban siete minutos para que el despertador empezase a zumbar.

      Cada mañana caminaba frente a la estatua y esta cada vez le decía algo. Ana siempre escuchaba y grababa en la memoria los pensamientos del caballero de piedra y disfrutaba de las brisas suaves que le ofrecía la encina. Se había dado por vencida, pensaba que se había vuelto loca y decidió que esta cosa no la iba a sacar de quicio. Probablemente el estrés del trabajo le producía esta locura transitoria. Ya no tenía pesadillas y hacía sus tareas laborales bien, a pesar de que su jefe siempre parecía descontento con ella. Por ello, no podía disfrutar de su trabajo, no lo había podido hacer en mucho tiempo. Codificar ya no llenaba su corazón de alegría como lo había hecho durante tantos años. El código parecía muerto y carecía de alas y poesía. Pero Ana siguió siendo trabajadora, puntual y minuciosa. Claro, no era como sus colegas, mucho más jóvenes, ambiciosos. Pensaba que a estas alturas, el trabajo bien hecho debía de ser suficiente.
      No había encontrado sus auriculares de botón y tampoco los había buscado. Quería saber que decía la estatua y quería reflexionar sobre estos pensamientos en paz.
      Un día de octubre cuando las hojas ya habían cambiado de color y muchos árboles estaban tan amarillos como si tuvieran luz dentro, iluminando el paisaje oscuro, Ana se paró delante de la estatua, como solía hacer. Se asombró, porque el caballero se había quitado el yelmo.
      —Es hora de cerrar la puerta y abrir otra, dejar el viento soplar y limpiar el aire.
      Al mismo tiempo la encina aún verde empezó a crujir como si una mujer poderosa hubiera movido su falda con volantes de varias capas. Parecía algo alegre como si el árbol se hubiera preparado para un baile.
      Con mucha cortesía el caballero le hizo una reverencia a Ana, se irguió, se puso el yelmo y bajó la celada. Se quedó inmóvil. Ana lo miró un rato y luego siguió su caminata sin prisa, pensativa.

      En la oficina el jefe estaba esperando a Ana. Su cara era fea y la voz tensa, completamente contraria a la voz del caballero del parque.
      —¡Ven a mi despacho!
      —En un momento —Ana respondió tranquilamente.
      —¡Ahora mismo! —fue la orden.
      Ana solo asintió con la cabeza, pero fue a su puesto de trabajo. Sin siquiera quitarse su abrigo encendió el ordenador y la impresora. Al teclear podía sentir cómo la ola caliente de la tranquilidad y la paz la llenaban de la cabeza a los pies. Incluso sus dedos siempre helados se calentaron. Cuando estuvo lista, fue al despacho del jefe sin llamar a la puerta. El jefe abrió la boca, pero Ana fue más rápida:
      —Presento mi dimisión.
      El jefe se quedó boquiabierto y miró a Ana fijamente sin producir un solo sonido.
      —Aquí tienes la carta de dimisión —Ana le pasó el papel al jefe.
      —Me quedan días de vacaciones y me los tomo ahora mismo. El resto del tiempo del preaviso estaré enferma. Despejo mi escritorio y me voy. El certificado de empresa me lo puedes mandar a casa.
      Aunque Ana sabía de sobra que el certificado estaría tan mal que no serviría para nada. Si quisiera —y seguro que quería— un nuevo trabajo, debería mostrar que sabía producir un código excelente y bien editado, lo que sí sabía hacer.
      Ana recogió sus cosas personales, unas fotos de sus hijos y nietos, se despidió de algunos colegas y cerró la puerta de la oficina por última vez.

      Respirando el aire fresco del otoño Ana se fue caminando hacia casa. Pensaba que iba a averiguar quién era ese caballero sabio de piedra en el parque. Por antojo pasó por un supermercado de la esquina. Eligió dos botellas de tinto e ingredientes ricos para tapas. Les mandó un mensaje de grupo a sus tres mejores amigos y los invitó: ”¡Hoy celebramos! Después del trabajo venid directamente a mi casa. ¡Tinto y tapas!” Ya antes de guardar el móvil en el bolso recibió la primera respuesta. Jorge quiso saber:”¿Qué celebramos?” Primero Ana le mandó solamente tres emoticonos sonrientes, pero luego recordó que Jorge era profesor de historia y le envió otro mensaje: ”Jorge, ¿sabes quién es la estatua sin nombre del parque donde sueles pasear con tu perro? Ese caballero de la armadura al lado de la vieja encina.”
      En seguida sonó el móvil de Ana. Era Jorge:
      —Nadie lo sabe. Es una leyenda. Se dice que ese caballero aparece siempre que alguien necesita ayuda. Desde la Edad Media han pasado varias incidencias en las que el caballero ha salvado a personas —especialmente a mujeres y niños— por los pelos y entonces ha desaparecido inmediatamente después.
      —¿Y tú crees en estos cuentos?
      Jorge soltó una pequeña risa en la que Ana pudo oír un poco de turbación.
      —Probablemente tenga que creer. Hace unos meces, en verano, el caballero salvó a Pepe, mi perro. Te voy a contar toda la historia por la tarde. Ahora tengo que irme. Los alumnos me esperan ya. Hasta pronto.
      Ana le dio vueltas a lo que había dicho Jorge. Quizá no estaba tan loca como había pensado. Aunque se sentía un poco loca. Chiflada, ligera como una pluma y libre. Sabía de sobra que aún llegarían los días de llanto y pánico, las noches oscuras de desesperación. Sin embargo, hoy quería celebrar lo que nunca iba a ver la fea cara del jefe y que ese hombrecito ya no le podía chupar su energía. Desde ahora la energía pertenecía solamente a Ana. Y la podía usar como quisiera.

    Hannele Hakala 😀

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Epílogo:
      Hace muchos años leí una entrevista en la que una famosa autora finlandesa respondió cuando le preguntaron que de dónde venían las ideas, los temas y la inspiración: ”Vienen de la basura de otros autores”. Eso le pasa a cada escritor porque cuando uno escribe una historia, tiene que elegir una ruta, una senda y dejar de recorrer por otras que sean posibles. Cuando otro escritor lee el texto, presta atención a estas oportunidades no usadas. Y de vez en cuando estas llaman la atención y empiezan a vivir su propia vida en la imaginación.
      Eso me pasó a mí también cuando en octubre de 2019 leí un texto de Mario Vargas Llosa (El hombre-florero). Lo teníamos como deberes en clase de español (en el curso Comprende y comparte de Turun suomenkielinen työväenopisto). Si tú, querido lector, lees ese cuento de Vargas Llosa, quizá te preguntes qué tiene este texto que ver con el mío, pero sí, hay una conexión. Por eso, mi pequeño cuentito es un humilde homenaje a este gran autor peruano.
      Dedico este texto también a las mujeres valerosas que caminan por sus propias sendas escuchando su corazón e intuición.
      Doy gracias a Eva García Cañizares (El rincón de ELE) por ayudarme con este texto.

El caballero de la armadura en el parque

Fotos: Pixabay, Pixhere y H.H.
En cuanto a los errores, son míos. 😉